jueves, 30 de diciembre de 2010

Nosécómollamarle

Hay momentos en los que siento que estoy en la escena de alguna película; momentos incluso tan breves que no son escena y son screen-cap.

Recuerdo cómo me sentí.

Recuerdo el viento helado golpeando mi piel, y mi piel hirviendo, casi resistiéndose a él. Recuerdo mover mis dedos rápidamente, mirar hacia abajo y caminar a paso veloz hacia nosédónde. Y llegué al mar. Siempre llego al mar. La luz que golpeaba el relieve ansioso del mar, las barcas y su vaivén, mi cabello latigándome la cara, mis ojos secos y mi cerebro empapado. Sentir ganas de seguir caminando aunque el muelle se acabe. Imaginarme si me molestaría más el frío por mojarme o si me dolería la caída en el agua somera. Me volví Alfonsina. Y luego me acobardé. Ví a Alfonsina avanzar y yo me senté.

Encerrada en un coche, rodeada de gente, pero presa de mis pensamientos. Rodeada de tonos de gris y sombras profundas. La música. Suena Beck. Y me pierdo en el Eterno Resplandor. Sigo creyendo que soy Clementine. El primer pensamiento que corta esa idea es que seguramente 10 millones de mujeres más se sienten Clementine. Y otra voz en mi cabeza calla a las otras dos: NO, PERO ES QUE DE VERDAD SOY YO. Y nuestra historia es esa. Llena de lágrimas y tristezas y de momentos que si estuviesen capturados en una cámara y alguien más los viese, serían el anthem de amor más hermoso. Como el río Charles. Como las constelaciones. Ni siquiera sé por qué comparo nuestra historia con la más bella y trágica (a mí gusto) de las historias de amor modernas. La nuestra es aún más bella; y mucho más trágica. Porque como esas sonrisas combinadas con suspiros se quedaron flotando en el aire, nuestros sueños se quedaron flotando y se nos fueron quiénsabeadónde. Y ni tú ni yo podemos levantar la cara otra vez ni volver a sonreir.

A veces no estoy en una película sino en las páginas de un libro. Soy un prisma de tristezas, y una llave maestra para todas las emociones. Desde las más simples hasta las más complicadas; voy de lo general a lo particular, y de lo particular a lo muy tuyo. Y lo vuelvo mío. Y te lo regreso con mi perfume. Y, tal vez, un día de estos te lo vuelvo a quitar.

Soy exceso. Soy abundancia. Tienes demasiado de mí o no tienes nada. Soy la carretera de noche y la música que es el verdadero vehículo que te transporta. Soy la lluvia y las ganas de salir a bañarte en ella, con el riesgo que eso implica.
Soy una botella de vino. O dos. O tres. Soy lo que ves cuando has bebido demasiado. Soy lo que no puedes dejar de ver cuando aún no bebes.

Me transformo, me reinvento, incluso me cambio el color de cabello pero sigo siendo yo. Soy sueño y pesadilla. Todo lo que te imaginas.

Pero soy real.

martes, 28 de diciembre de 2010

Missing Kissinger

Echo de menos a Kissinger (Missing Kissinger)
por Etgar Keret

Dice que no la amo de verdad. Que digo que la quiero, que creo que la quiero, pero que no. He oído a más de uno decir que no quiere a alguien, ¿pero decidir por otro si ese otro lo ama o no? Con eso todavía no me había encontrado nunca. Aunque francamente, me lo tengo merecido, porque quien con niños se acuesta... Hace ya medio año que me hincha la cabeza con ello, metiéndose los dedos en el coño después de cada polvo para comprobar si es verdad que me he corrido, y yo, en vez de decirle algo gordo, me limito a comentarle:

–No pasa nada, chata, todos nos sentimos un poco inseguros.

Ahora resulta que quiere que cortemos, porque ha decidido que no la quiero. ¿Y yo qué le digo? Si me pusiera a gritarle que es una tonta y que deje de calentarme la cabeza, se lo tomaría como una prueba más.
–Haz algo que me demuestre que me quieres –me dice.
¿Qué querrá que haga? ¿Qué podría hacer yo? Si por lo menos me lo dijera. Pero ella nada, que no. Porque cree que, si la quiero de verdad, tengo que saberlo yo solo. A lo que sí está dispuesta es a darme una pista o a decirme lo que no tengo que hacer. Una de esas dos cosas, a elegir. Así que le he dicho que diga lo que no quiere, así por lo menos sabremos algo. Porque lo que es de sus pistas seguro que no voy a sacar nada en claro.

–No vale –dice ella– que te automutiles, que hagas algo como sacarte un ojo o cortarte una oreja, porque si le hicieras daño a alguien que amo, indirectamente me lo estarías haciendo también a mí. Además de que, decididamente, eso de hacerle daño a alguien que quieres no es ninguna prueba de amor.
¿Pero qué tendrá que ver que yo me saque un ojo con el amor? ¿Qué es lo que tengo que hacer? Eso no está dispuesta a revelármelo y sólo añade que se trata de algo que tampoco estaría bien que se lo hiciera a mi padre o a mis hermanos y hermanas. Yo, ante eso, ya me rindo y me digo que no tiene remedio, que haga lo que haga de nada me va a servir. Ni a ella. Porque quien juega con fuego, se acaba quemando. Pero después, cuando estamos follando y ella me clava su mirada hasta lo más profundo de las pupilas (nunca cierra los ojos cuando nos echamos un polvo, para que no le meta en la boca la lengua de otro), de repente lo comprendo todo, como en una especie de iluminación.


–¿Se trata de mi madre? –le pregunto, pero se niega a contestarme.
–Si de verdad me quisieras, deberías saberlo tú solo.
Y después de probarse con la lengua los dedos que se ha sacado del coño, me suelta:
–Ni se te ocurra traerme una oreja, un dedo, o algo parecido. Lo que yo quiero es el corazón, ¿me oyes? El corazón.

Todo el camino hacia Petah Tikva, que son dos autobuses, llevo conmigo el cuchillo. Un cuchillo de metro y medio que ocupa dos asientos. Hasta le he tenido que pagar billete. ¡Pero qué no haría yo por ella, qué no haré por ti, so boba! Toda la calle Stampfer me la he bajado a pie con el cuchillo a la espalda, como un árabe suicida cualquiera. Mi madre sabía de mi llegada, así es que me ha preparado un guiso con unas especias de muerte, como sólo ella sabe mezclarlas. Me limito a comer en silencio sin pronunciar ni una sola palabra. Quien engulle los higos chumbos con los pinchos que luego no se queje de almorranas.
–¿Cómo está Miri? –pregunta mi madre–. ¿Está bien, tu chatita? ¿Sigue metiéndose esos dedos tan gordezuelos en el coño?
–Bien –le respondo yo–, la verdad es que muy bien. Me ha pedido tu corazón. Ya sabes, para poder estar segura de que la quiero.
–Llévale el de Baruj –se ríe mi madre–, es imposible que se dé cuenta.
–¡Ay, mamá! –me enfado yo–, que no estamos en la fase de cazarnos las mentiras, Miri y yo estamos en el momento de sincerarnos.
–Está bien –suspira mi madre–, pues llévale el mío, que no quiero que os peleéis por mi culpa. Pero esto me da qué pensar, por cierto, qué le prueba a tu amantísima madre que tú también le correspondes amándola un poquito.
Furioso, lanzo el corazón de Miri contra la mesa con un golpe seco. ¿Por qué no me creerán? ¿Por qué siempre me ponen a prueba? Y ahora, a hacer el camino de vuelta en dos autobuses con este cuchillo y el corazón de mi madre. Y eso que seguro que ella no estará en casa, que va a volver otra vez con su novio anterior. Aunque no culpo a nadie, sólo me culpo a mí mismo.

Hay dos clases de personas, las que les gusta dormir del lado de la pared y las que les gusta dormir del lado en que las empujarán fuera de la cama.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Lissy Laricchia

Me topé con estas fotografías y tengo que compartirlas. La estética me recuerda mucho a dos amigas entrañables: María José y Mariana.







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